Por Daniela Balmaceda Sánchez
Daniela Balmaceda decidió experimentar el rigor del boxeo. Esto nunca está de más, especialmente porque las lecciones que deja este deporte ayudan en la vida.
Montería
Debo confesar que en el instante en que en el aula de clases compartimos el tema del periodismo de inmersión, a mi mente llegaron de inmediato aquellas jornadas intensas de hace unos siete años, cuando hacía sombras en un cuadrilátero del municipio de Sahagún (Córdoba), en donde los guantazos eran los protagonistas de mis tardes de infancia.
Ante la propuesta, levanté la mano hacia el profesor para proponerle mi propósito de asistir al coliseo Miguel Happy Lora, para vivir nuevamente una jornada de práctica de boxeo. Sabía que sería la oportunidad para estar nuevamente vendando mis manos, saltando la cuerda, haciendo sombra; en fin, el momento para volverme a ver sudando la gota gorda, al lado del profesor Díaz Díaz, en aquel gimnasio de mi natal Sahagún, en el que ahora descansaba para siempre mi ficha técnica de practicante de boxeo de aquellos días.
Antes debo decir que por aquella época practicaba en un ring de boxeo. Era una jovencita que se desvivía por este deporte, por dar todo de sí a la hora de colocarse los guantes. Al lado de un entrenador que con sus gritos de guerra en ocasiones me hacía llorar, aun así era consciente de que todo hacía parte del proceso. Él no paraba de apoyarme, de insistirme en que tenía puños fuertes y que mi nombre debía estar inscrito en la liga cordobesa de boxeo.
Por esa época, mi padre emocionado al escuchar las palabras del entrenador se le erizaba la piel, pues este siempre había sido su deporte preferido. Me compró de inmediato mis primeras vendas y me apresuraba para que me arreglara rápido y fuera la primera en llegar a los entrenamientos. Con el pasar de los días y viendo la rapidez con la que avanzaba, nos imaginábamos —él siendo mi mánager— viajando por el mundo, llevando mis puños a muchos lugares.
Pero sucedió lo imprevisto, a tan solo tres meses de entrenamiento, iba realizar mi primera pelea oficial. Bien emocionada pedí mi hoja de permiso a mi mamá, pues ya reposaba la firma de mi papá. Pero mi madre, por miedo a que pudiera recibir un supuesto mal golpe, en un largo y cortante discurso nunca firmó el documento. Entre lágrimas y un molesto nudo en la garganta veía cómo le ponían fin al sueño de poder estar en las más grandes ligas peleando por la gloria de mi país.
De vuelta al coliseo
De modo que volver a sentir la sensación de estar en ese agite, de tirar guantazos, golpes combinados, y de poder estar por primera vez en el coliseo Happy Lora me llenó de una emoción y de una felicidad desbordante, que también se combinaban con nervios.
Lo poco que viví en un cuadrilátero siendo una niña es lo que me motiva ahora a contarles qué se siente y cómo se vive un entrenamiento de aproximadamente dos horas en las que el cansancio se posesiona de uno y en la que se me reviven algunos dolorosos recuerdos.
Todos los días imaginaba qué diría al momento de cruzar las puertas del Coliseo, no veía la hora en ir; tenía la ilusión de poder hablar y practicar personalmente con el más grande del boxeo mundial: Miguel, Happy Lora, mi ídolo, pero mi intento fue fallido y es que era de esperarse de una persona del calibre del excampeón. Volvía a ir y no lo encontré, parece que no tenía tiempo. Y mi tiempo se me venía encima y debía entregar la crónica al profesor, de modo que decidí practicar sin la presencia del excampeón.
Llegó el esperado día, mi licra negra, camiseta holgada y mi tenis estaban listos para acompañarme a sudar y tirar trompadas. El calor de las vendas y los nervios empezaban a apoderarse de mí, mientras esos quince minutos en los que esperaba a la persona que me asesoraría mi rutina, los minutos algunas veces me pasaban rápido y a rato se volvían eternos.
Por fin, 4:20 de la tarde. Llegó el entrenador, un hombre moreno, de mediana estatura, amable y mirada comprensible. Arranqué con un breve calentamiento, tirando puños al aire mientras daba las diez vueltas por todo el ring, de las cuales pude hacer siete. Al principio empecé a sentir que me faltaba el aire, mis piernas querían fallarme, pero seguía corriendo con las ganas a mil. Al lado el entrenador me animaba con sus palmas cada vez que daba la vuelta.
Mi cara roja y llena de sudor daba señales de deshidratación, al terminar casi con la lengua afuera mis eternas siete vueltas, escuché a un pequeño niño que me decía, mientras buscaba beber agua: “no tome mucho, le da vaso”. Con mi respiración agitada le movía mi cabeza en señal de que había copiado el mensaje. Sé que pasaron alrededor de tres minutos cuando escucho la voz muy comprometida del entrenador que me decía: “venga aún no acaba su rutina, en estos momentos eres uno más de nosotros así que ¡vamos!, ¡trotando!, ¡trotando!
Con los guantes puestos
Luego vino el guanteo, la parte más compleja y dura del entrenamiento. Estiré mis manos para la colocación del vendaje. Pello, amablemente seguía ahí conmigo, y teniendo a sus muchachos a la espera para el cambio de ritmo.
Entre el murmullo y las miradas estaban en aquel campo de batalla volví a escuchar la voz de mando de Pello que me decía: “prefieres que lo hagamos aquí como todos, oliéndonos el sudor, aguantando el roce de la piel o nos salimos a la orilla?”. Sonriendo le respondí: “por supuesto que aquí, hoy yo soy una más de sus alumnos”. Eufórico y contento con mi respuesta me choca los puños, como lo hace con los boxeadores cuando está satisfecho.
Iniciamos, postura firme, piernas semi abiertas y mis brazos cubriendo mi rostro; ¡tiré mi primer puñetazo! ¡Izquierda!, ¡derecha!, ¡izquierda!, ¡derecha! Gritaba a mí alrededor Pello mientras miraba fijamente la posición de mis trazos y la forma en que lanzaba cada golpe contra sus manos abiertas. ¡Vamos lanza el jab!, ¡el jab! Y enseguida ¡el recto de derecha! Exclamaba mientras mantenía fija la mirada en mis guantes y brazos, como queriendo hacer de mí una campeona. ¡Se tomaba a pecho mi entrenamiento!
Y así pasamos treinta y cinco minutos. Al igual que en una pelea en el ring eran tres minutos de guanteo por uno descanso, un minuto en el que tomaba aire suficiente aire y un buche de agua que luego botaba, al igual que en una contienda. La finalización de los tres minutos eran anunciado con un pito, como indicando ¡Tiempo! Y, luego, volver a empezar, con una nuevo ¡Tiempo! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡De nuevo! Exclamaba Pello mientras miraba para donde estaban los otros boxeadores. ¡No se queden ahí parados!, ¡vamos!
Eran tres minutos eternos y el minuto de descanso era como un segundo. En el cual pensaba que para subir a un ring de boxeo se necesitan arrestos, lo que algunos le llaman tener ¡cojones bien puestos!
Pero fue un tiempo que disfruté al máximo, después de todo de eso se trataba, un tiempo y un lugar en el que me sentía a la par de mi contrincante imaginario, que no eran más que los golpes que a uno les de la vida. Pero en el que también el cansancio va desapareciendo lentamente. En ese momento hay que estar bien concentrada porque al mínimo descuido te retratan tu golpe en la cara.
Y así mismo se agotaba mí tiempo allí, en ese lugar lleno de muchos sueños, de personas esperanzada en una mejor vida, con el deseo de fama y de dejar huellas en este exigente deporte. Y que día a día luchan por continuar a pesar de las dificultades de cada uno, esperanzados en lograr la fama y dinero. Yo los miraba de en cada pausa. Pausas en las que los boxeadores aprovechan para hacerse bromas o “mamar gallo”. Porque a pesar de las dificultades ellos siempre están alegres y riéndose.
Trompadas al pasado
Luego pasamos al último segmento de la práctica, el del guanteo en llantas, ejercicio que se utiliza para convertir los puños en golpes de acero. Allí fueron aproximadamente veinticinco minutos en donde los brincos y la firmeza al momento de asestar el puño es lo esencial.
Pero, mientras golpeaba las llantas, me sucedió algo. Mientras lanzaba golpes, uno tras otro, venían a mi mente esos sucesos de mi vida que me hacen revivir sensaciones fuertes. De cuando era víctima de matoneos, matoneos que llenaban mi vida de inseguridad y que de niña me deprimían.
Entonces sucedió lo inevitable: golpeaba más duro las llantas, como si con cada golpe me estuviera vengando de ese pasado cargado de tristeza y sufrimiento, momentos que al revivirlos me daban más coraje para seguir dándole con más fuerza y precisión a las llantas. Era todo lo que necesitaba en ese instante para desahogarme.
En medio del sudor, y el aumento de la presión sanguínea sentía que mi cuerpo se liberaba de esas ataduras y tensiones reprimidas que habían provocado mí una pesada sobrecarga de energía negativa. Era como si cada golpe me liberara de toda atadura del pasado. Como si hubiera derrotado las frustraciones.
Terminado mi reto, reviví la ilusión de volver a estar en un ring con los guantes puestos para siempre, quería volver a escuchar el pito para los cambios de ritmo, la presión del tiempo, el golpe contra las llantas. Y a mi alrededor quería escuchar para siempre aquel gritos combate del entrenador: ¡izquierda!, ¡derecha! ¡Izquierda!, ¡vamos!, ¡vamos!, ¡no te quedes parada!
En fin, la de esa tarde, fue una experiencia en la que tuve la oportunidad de conocer personas maravillosas y de conocerme a sí misma. Saber lo que se siente trabajando en equipo, entre hermanos. Lo que esto gratifica el alma.
Solo me quedaba dar gracias a todos los que fueron parte de esa experiencia con una presentación personal en donde les aclaraba el motivo exacto de por qué yo estaba allí. Les expresé mis agradecimientos por acompañarme en esa aventura que duró una hora y cuarenta y cinco minutos, pero que en lo personal me hicieron sentir como si hubiese estado hace mucho tiempo con ellos, como si me hubiera confesado con ellos, con los otros boxeadores. Minutos que llenaron y revitalizaron mi alma del deseo de seguir luchando a diario por lo que realmente nos apasiona. Todo esto experimentaba al ver y sentir las ganas que le ponen estos boxeadores y el entrenador a lo que aman hacer. La de esa tarde, había sido una lección bien aprendida, distinta a las del aula de clase.
[…] como si su vida estuviera partida en dos, un pasado y un presente. “El SENA me ayudó a superarme, hace un tiempo hice un curso de artesanías donde me enseñaron a hacer todo […]