La historia de un hijo de Ayapel que participó en la guerra de los mil días y que iba a ser presidente de Colombia. Carlos Adolfo Urueta era el mayor confidente del general Rafael Uribe Uribe y se llegó a casar con una hija de él.
Por: Johnny de la Ossa B. (*)
Ayapel (Córdoba)
La característica pacífica del ayapelense representa una especie de heredad desde los tiempos prehispánicos en el que los aborígenes panzenúes dedicaban su vida a los menesteres que les rodeaban como la pesca, la caza, la agricultura, la orfebrería, el pastoreo, la danza y demás rituales que eran parte de su existencia.
Ni la opresión a la que se vieron sometidos por la barbarie de los españoles que llegaron a esta tierra encantadora les hizo cambiar ese espíritu afable, dócil e inmutable; prefirieron huir, a refugiarse al final de las estribaciones de la serranía de Ayapel, en lo mal alto del río San Jorge.
El carácter pacifista ha permanecido en sus hombres con el pasar de los siglos. Solo el abuso recurrente desborda esa firme conducta del ribereño ayapelense. Como la ocasión en que los desmanes del teniente español Rafael Gómez, un 14 septiembre de 1778, festividad del Día del Cristo, permitieron que el carpintero Miguel Rodríguez se sublevara con un grupo de criollos para crear un gobierno local en cabeza de Juan Andrés Troncoso.
Para fortuna, algunas de las crueles guerras del pasado solo tuvieron en cuenta a Ayapel como el escenario geográfico privilegiado para acampar o reabastecerse, aparte de algunas escaramuzas como en la guerra de los Supremos de 1839 a 1842, cuando el coronel Juan María Gómez llegó al comando de la 3ª. División para contrarrestar a alias Manuco, que merodeaba por Ayapel, siendo la tropa oficial auxiliada por el sacerdote J. Pío Miranda en su propósito de derrotar a los rebeldes en el Caribe, según el testimonio contenido en la Biografía de Gabriel Echeverri.
La guerra civil de 1885, para que el general conservador Manuel Briceño y el general de la 1ª. División Juan N. Mateus, determinaran que Ayapel era el lugar propicio para adelantar la campaña militar para acabar la pugna sangrienta por orden del presidente costeño Rafael Núñez; y, por último, la guerra de los Mil Días, en la que el coronel Luis Pupo fue comisionado por el líder liberal para que obrara sobre Ayapel.
Rufo Urueta, el profesor Urueta, anclado en esta tierra atraído no solo por la belleza de la ciénaga, sino también por los encantos de la ayapelense Petrona García Núñez, engendró a un vástago que siguió sus pasos: Carlos Adolfo Urueta, quien nació antes de comenzar la guerra civil de 1885. Los fragores del conflicto, la que parece habernos esclavizado de por vida, fue el farol al azar que permitió al jovencito de Ayapel a deslumbrar en la política.
Ayapel en el contexto de la guerra
El 17 de octubre de 1899 comenzó uno de los episodios más sangriento en el país: la guerra de los Mil Días. El general Rafael Uribe Uribe, caudillo liberal y rebelde, se había sublevado contra el Gobierno. Un suceso de derrotas en seguidilla anunciaba la catástrofe para las huestes liberales, pero la victoria en la batalla de Peralonso, en Santander, los alentó por un tiempo.
Los soldados conservadores salieron en estampida, y el pánico en Bogotá se apoderó del equipo de Gobierno. El fragor de cada combate dejaba muertos y heridos a tutiplén en los dos bandos mientras la marcha bélica proseguía su derrotero por los rincones de la patria. Uribe marchó sobre el Caribe. En Juangordo, como se llamaba el hoy corregimiento de Granada en Sincé (Sucre), un balazo hirió en una pierna al más alegre y amado miembro del estado mayor de las tropas del general Uribe Uribe. Samuel Pérez, un joven, se cayó del caballo con su rodilla destrozada. El valiente chicuelo dijo: “no me dejo amputar la pierna”, y murió de gangrena. Fue un golpe duro para el general Uribe y para todo el escuadrón militar.
El jovencito era dicharachero, entusiasta y, lo más importante… ¡bravo para la pelea! No se arrugaba ante nada. El chico era irremplazable, un hueco enorme que podía generar una debacle en el ejército liberal. Todos parecían estar derrotados antes de tiempo por la tristeza de la agonía y posterior partida de Samuelito Pérez. El general Uribe nunca pudo hablar de él sin que se le quebrantara la voz.
Carlos Adolfo Urueta: el hijo de Ayapel
La desgracia trae a veces cambios en el destino para bien o para mal. Del norte del departamento de Bolívar llegó un grupo de costeños bajo el mando del general César Díaz Granados con el fin de apoyar la toma y posterior defensa de Magangué. Venían a luchar con orgullo al lado del general Uribe. El enorme vacío creado por la muerte de Samuel Pérez había que rellenarlo. Por esta razón, el general Uribe le solicitó al general Granados, a alguien que pudiera desempeñar ese papel. Ramón Rosales en su obra Carlos Adolfo Urueta, rasgos biográficos relata que el ayapelense era un jovencito “lozano, de figura atractiva y noble, bien parecido, correcto en todo”, pág. 7. A todos los sorprendió, porque era graduado, cuando unos pocos del grupo a esa edad, apenas habían logrado, al comenzar la guerra, el último año de literatura. Pronto asombró por su temperamento reposado, reflexivo, juicioso y trabajador. “Días más tarde Urueta se convirtió en algo, como el secretario privado de Uribe Uribe”, concluye Ramón Rosales.
Rafael Uribe encontró en el azar impetuoso de la contienda al adolescente suave y discreto, y otra voluntad de granito como la suya. Prosigue el relato de Rosales: “…siguió en las trágicas pericias de la lucha, intrépido y sereno, cargando en la batalla con la misma bravura de oficiales tan arrojados como Arturo Carreño, Manuel José Nieto o Leandro Cuberos Niño”. El ayapelense salió bravo para el combate.
Al principio, la preferencia del general Uribe por el joven Urueta era poca, lo que aprovecharon los incrédulos generales de combate como Carreño para tratar de meter cizaña. La prueba no se hizo esperar, no pudieron superar la bravura del mozalbete costeño que remplazaba con gallardía a Samuel Pérez. Entonces, ¡comenzaron a quererle! Urueta posesionado de confianza, fue la ponderación, la voz serena y vigilante y cariñosa en la dificultad. Preciso en los detalles que suelen perder de vista los hombres dominadores con evidente graves consecuencias.
La guerra de los Mil Días terminó después de tres años de esfuerzos sin lograr derrocar al Gobierno. En plena juventud, época propicia para el relajamiento espiritual provocada por la contienda militar que afloja las disciplinas morales del hogar y de las aulas, brilló el hijo de Ayapel, Carlos Adolfo Urueta.
Su alta exhibición de talento reflejó su don de consejo, derivado de la serena y profunda observación de las cosas, de su rectitud moral impertérrita e imperturbable ante las llamas devoradoras de la adversidad, pero apegado a la afición por los problemas del pensamiento. Su fácil asimilación intelectual permitió orientar al general Uribe para culminar ese episodio sangriento.
La voz cantante de las negociaciones para ponerle fin al conflicto la llevó Carlos Adolfo Urueta, delegado por el ejército revolucionario, para que en el campamento enemigo, con plenos poderes e instrucciones, se entendiera con los jefes gobiernistas para negociar un tratado de paz. Al final, logró que se firmara el 24 de octubre de 1902, bajo un árbol de almendro en la finca bananera Neerlandia, situada entre Ciénaga y Aracataca, el Pacto de Neerlandia, acuerdo que permitió acabar con una rivalidad que arrojó más de cien mil muertos.
Los firmantes del Pacto fueron Carlos Adolfo Urueta y Urbano Castellanos, siendo aprobado en los días siguientes por Florentino Manjarrez, comandante general y jefe de operaciones del gobierno del Magdalena, y por Rafael Uribe Uribe. Un documento digno, elevado y decoroso, orientado a propiciar la concordia nacional. Una paz con seriedad y garantías, según lo reseña el libro Documentos militares y políticos. Versión liberal de la guerra de los Mil Días.
Concluye la guerra y nace el amor
Concluida la guerra, Uribe Uribe y Carlos Adolfo Urueta se trazaron a la tarea sobrehumana de reconstruir el Partido Liberal. Era una osadía revivir un Partido que se lo había tragado la tierra, era como infundirle alma a un cadáver. La casa del general en Bogotá fue el sitio para que los dos, cada día diseñaran planes no solo por el bien del Partido, sino del país. Era un continuo entrar y salir, y de largas horas de pláticas con la exquisita atención de las hijas del anfitrión.
El azar del destino vio florecer el amor de la hija del general Uribe, María Luisa Uribe Gaviria, con el ayapelense. Mayo, como le decía Carlos Adolfo, era una mujer dulce, delicada, elegante… mejor dicho: una muchacha bonita que le entregó su corazón al costeño. Los vínculos entre Urueta y Uribe se estrecharon más por el nuevo evento de sangre que se mezcló en un juego apasionante de claras virtudes. Uribe y Urueta, se complementaban hasta en el apellido, ambos con la letra U de inicial. A tal maestro, tal discípulo.
Uribe Uribe, con habilidad perseguía el poder. Concretó en el año 1914 una alianza inusual con el candidato conservador José Vicente Concha, en contra de sus colegas liberales, pero a favor de sus seguidores y de sus planes. Esa unión se llamó El Bloque, y ganaron. Concha salió electo presidente. Una jugada astuta que le abría las puertas a los propósitos que él y su pupilo Carlos Adolfo habían trazado.
Pero vino lo peor… el crimen contra el caudillo de la época. Con su asesinato el liberalismo quedó sin líder visible. Detalla Luis Zea Uribe, en su obra Los últimos momentos de Uribe Uribe, que “el doctor Carlos Adolfo Urueta, hijo político del general, se hallaba sobre el lecho, abrazaba amorosamente al herido y lloraba como un niño”, antes que el general falleciera.
El Partido fue golpeado por el sorpresivo asesinato de la persona que iba a ser, con seguridad, el próximo presidente. La Convención Nacional del Partido Liberal ante la nueva realidad designó como nuevos directores de la colectividad a Carlos Adolfo Urueta, Fabio Lozano Torrijos y Laureano García Ortíz. Después del suceso trágico, el Partido Liberal tardó dieciséis años en generar la fuerza suficiente para acceder a la presidencia en 1930 con Enrique Olaya Herrera.
Urueta a la embajada de los EE.UU
El presidente José Vicente Concha nombró a Urueta embajador plenipotenciario ante los EE. UU. La embajada era un chicharrón. El cargo lo ejerció del 11 de junio de 1917 al 15 de octubre de 1921. Por primera vez un agente ante la Casa Blanca, generó sensación de confianza, Urueta empezó a darle al país la expresión internacional que hoy tiene. El presidente destacó la gestión de Urueta en Washington: “…con inteligencia, un tacto y un decoro, que hacen el conjunto de sus gestiones una de las páginas más honrosa de la historia diplomática de Colombia”, y agrega: “Algún día llegará que el Gobierno de la República consagre un testimonio expreso y público del reconocimiento nacional para aquel eminente ciudadano, cuyo esfuerzo dieron para Colombia resultados de inmenso beneficio en su política exterior”.
Ese era Carlos Adolfo Urueta, el mismo que siendo un jovencito iba a jugar a la finca que fue de su padre: La Dehesa. Pero, los directores de la gran prensa liberal se afanaban por trancar la carrera política de Urueta. No querían ni de vaina que otro costeño fuera presidente. El nuevo presidente, el también conservador, Jorge Holguín, y quien, siendo ministro de guerra en 1898, metió preso al suegro de Carlos Adolfo; sin embargo, lo nombró en 1921 en el cargo de canciller, o sea ministro de Relaciones Exteriores. El mierdero fue mayor.
El Espectador, con don Luis Cano a la cabeza, comenzó una campaña de desprestigio contra el provinciano que se les estaba creciendo con el apoyo de los godos. Urueta con gallardía, para evitar líos al presidente, renunció. Y se retiró de la política para permanecer dos lustros entregado a la vida privada.
Durante ese periplo hospedó en su casa a don Enrique García Núñez, el papá, entre otros, de Orlando García Aguado y de doña Aydet, esposa del finado Roberto Céspedes Márquez, mientras estudiaba odontología en Bogotá. Los dos conversaban de Ayapel, de sus amistades en el pueblo, y le enviaba cartas a sus hermanas; en especial, a la niña Carmita, que vivía, en ese tiempo, en la esquina al lado de la hoy residencia de Nemesio Náder.
Enrique Olaya Herrera a la presidencia
Al fin, en 1930 llegó el Partido Liberal al poder con Enrique Olaya Herrera, quien estuvo en la guerra de los Mil Días. Carlos Adolfo Urueta fue su ministro de Guerra. De nuevo, la prensa liberal, El Espectador y El Tiempo, y la oligarquía santafereña, que lo veían perfilarse como el futuro presidente, comenzaron atacar a Olaya Herrera por el nombramiento.
No solo condenaron de manera pública al doctor Urueta, sin ningún reato se presentaron al Palacio para protestar por su designación en el ministerio, en términos que el presidente consideró desobligantes. Olaya amenazó con su renuncia, antes que quitar a Carlos Adolfo. “Si yo no puedo con mis odios, ¿cómo quieren que me haga cargo de los suyos?”: le dijo Olaya a don Fidel Cano, el director de El Espectador.
Pero, no fue necesario, porque a menos de tres meses de estar en ejercicio de sus funciones, Carlos Adolfo Urueta amaneció muerto el domingo 13 de septiembre de 1931, cuando tenía planeado ese año asistir a la misa y procesión del santo patrono de su pueblo, san Jerónimo. Gran parte de los círculos sociales y políticos del país rumoraron que tan repentina muerte solo podía ser ocasionada por un plan macabro para matarlo y evitar que el provinciano de Ayapel fuera presidente. Todo ocurrió en el preciso momento en que Olaya Herrera lo iba a postular para ser su designado a la presidencia, lo que es hoy ser vicepresidente.
Describe la prensa de la época que más cien mil personas, de su casa hasta el capitolio, estuvieron presentes en su sepelio. La bellísima oración del presidente Olaya Herrera ante su tumba hizo derramar lágrimas a los presentes, hasta al arzobispo, monseñor Globe; mientras ocho aviones de la escuadrilla de la fuerza aérea sobre la carrera séptima volaban a tres metros sobre los tejados arrojando sobre el cadáver, que era cargado por los ministros, puñados de flores mientras la banda marcial del ejército interpretaba las notas tristes de El compañero. Las flores en Bogotá se agotaron, la muchedumbre ovacionó el discurso del presidente durante veinte minutos. “La conmoción en Bogotá no tiene antecedentes”, describió en su primera página el periódico El Diario.
La historia nos muestra los avatares en la vida de Carlos Adolfo Urueta, el ayapelense que estuvo cerca de ser presidente, y el segundo costeño en la historia de Colombia, de haberlo logrado.
POSDATA: Este escrito fue elaborado gracias a los aportes de las personas relacionadas y a los datos consignados en los documentos referenciados.
—Luis Gabriel Miranda Buelvas, Expresidente de la Corte Suprema de Justicia, en Bogotá.
—Investigador: Roger Serpa Espinoza, en Montería.
—Historiador: Elmer de la Ossa Suárez, en Sincelejo.
—Teodomiro Llano. Biografía del señor Gabriel Echeverri. Biblioteca digital de la Universidad de Antioquia.
—Luis Zea Uribe. Los últimos momentos de Uribe Uribe. https://www.banrepcultural.org/biblioteca-virtual/
—Ramón Rosales. Carlos Adolfo Urueta. Rasgos Biográficos. 1931. Biblioteca Luis Ángel Arango.
—EL TIEMPO. Archivo digital. El Espectador de don Luis Cano.
—Tiempos de paz. http://www.museonacional.gov.co/
—Alfonso López Michelsen. In memoriam. Revista Semana 2/5/1990.
—Rafael Uribe Uribe. Documentos militares y políticos. Versión liberal de la guerra de los Mil días. Ediciones LAVP.
—Edgar Alfonso Toro Sánchez. Cien años de soledad y el tratado de paz de Neerlandia.
(*) Johnny de la Ossa B. : Escritor y Director del Centro de Historia de Ayapel
Excelente texto para mi gusto histórico-narrativo.
Cordial saludo costeño con sabor a fría madugada bogotana.
Luisa Pinzón Varilla.
Gracias, Luisa, por tu comentario