Por: Luisa Pinzón Varilla (*)
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Verano de 1969. Dos Bocas era una vereda conformada por no más de 20 casas alrededor de un campo de béisbol y seis haciendas ubicadas junto al cauce de la quebrada de la Balsa en el corregimiento de Leticia.
La escuela rural, al lado del campo de béisbol, era una casa construida sobre un terraplén, sin ningún pavimento, cercada con tablas de madera de cedro al natural, sin pulir y sin pintar. El techo no era más que un tejido hecho con palma amarga sobre unos amarres de vara santa.
Esta construcción había sido construida con el trabajo de los padres de familia que esperaban que un día sus hijos pudieran ir a la escuela a aprender a leer y a escribir. Hasta esta escuela perdida en medio de aquel paisaje selvático llegó la nueva maestra.
El camino que conduce de Montería a Dos Bocas era en aquella época una trocha que se adentraba por entre Ciénegas y quebradas que con los primeros aguaceros inundaban las dos calles del pueblo.
Como era verano, con el paso de los camiones, que transportaban a los aldeanos, se levantaba una verdadera nube de polvo amarillento. Una tarde, en medio de una polvareda llegó el camioncito del Moncho, y de él se fueron apeando algunos pasajeros, conocidos todos entre sí.
Finalmente, se bajó una mujer que llevaba una maleta en una mano y, en la otra, una niña de cabello rubio, eso parecía toda cubierta de polvo. La mujer llegó arrastrando su equipaje y se presentó de casa en casa como Julia Cárdenas viuda de Molina, la nueva maestra. La noticia de su llegada, en una tarde recorrió aquellos campos floridos de matarratón.
A la mañana siguiente llegamos a la escuela una veintena de niñas y niños, algunos descalzos y otros a medio vestir por las ardientes temperaturas del verano caribeño y, también, hay que decirlo, por la pobreza que se paseaba por aquellas regiones apartadas de la vida citadina.
Cuando entre risas y empujones entramos a la escuela, la seño Julia estaba sentada en un taburete, a sus 37 años, con una balaca en la cabeza y su cabello peinado a lo Jaqueline Onassis, parecía una postal de revista americana. Y así, sin más preámbulos, comenzó a hacer una lista de estudiantes. Como estrategia nemotécnica los inscribió por familias: Burgos, Morales, Martínez, Kerguelén, López, Vega, Villalba, Soto, Muñoz, Padilla, Zúñiga, España, Espinoza, Pinzón…
El mobiliario de la escuela eran dos mesas grandes, un banco largo de madera en el que se podían sentar uno al lado de otro hasta siete niños. Además de los taburetes que algunos niños y niñas llevaban para su uso personal. Había una pizarra de madera pintada de verde, y cuya presencia infundía solemnidad en aquel desolado y único salón que era nuestra primera escuela.
La maestra parecía tranquila y sonreía como nunca antes vimos sonreír a nuestra anterior maestra. Tal vez esa sonrisa, antes que cualquier otra cosa, es lo que me ha llevado a traerla a mi recuerdo en este tiempo tan lejano. Recuerdo que las mujeres campesinas, incluida mi madre, sonreían poco. Siempre tan ocupadas en los quehaceres del hogar.
La mayor atracción de la maestra fue la compañía de su hija de ocho años de edad, a diferencia de los otros niños y niñas que teníamos la piel tostada por el sol, Alma de Jesús tenía la piel blanca como si nunca hubiese tenido que trabajar en las faenas del campo expuesta al rayo del sol.
Tal fue la atracción que ejerció aquella niña que no nos percatamos de la regla de madera que la seño Julia había puesto sobre la mesa. A decir verdad, no la usó muchas veces, pero más de uno se llevó sus reglazos cuando no sabíamos contestar las tablas de multiplicar o cuando nos poníamos a jugar sin haber iniciado el recreo.
La seño Julia Cárdenas llegaba todas las mañanas a la escuela, se sentaba con la pierna cruzada en el extremo de una mesa, seguidamente era rodeada por todos nosotros para que revisara la caligrafía y los resultados de las cuatro operaciones matemáticas que dejaba como tarea para realizar en casa.Los más pequeños escribían los números, las letras, las sílabas y las palabras respectivamente.
En aquella época íbamos a la escuela en la mañana y en la tarde. Era un ir y venir porque algunos niños vivíamos en las haciendas que estaban en los alrededores del pueblo. Igual todos íbamos felices a la escuela, quizás porque era el único espacio en el que nos liberábamos de las reprimendas de los padres y de los oficios en los campos y las casas. Hay que decirlo, la mayor atracción de la escuela era la hora del recreo. A esa hora, pequeños y grandes, niñas y niños jugábamos béisbol. La pelota era como una mariposa a la que todos perseguíamos en los días felices de nuestra infancia. Al final del recreo todos volvíamos al sosiego, que solo la maestra en su humilde escuela parecía ofrecernos.
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Así como tú dices que llegamos a Dos Bocas llegamos a tantos otros pueblos en los que mi mamá fue a trabajar cuando nos fuimos de Lorica, parecíamos gitanas. Mami nació y vivió en Lorica casi hasta los treinta años.
Cuando ella tenía 17 años se casó con mi padre, un conductor de carro tanques, con quién tuvo cuatro hijos: Maggi, Estela, Lucho y yo, Alma de Jesús. Cuando yo nací mi padre murió en un accidente de tránsito.Mami cuenta que fue horrible. A los 26 años mami quedó viuda con 4 hijos a bordo. Sola tuvo que enfrentarse a la vida y a ella le tocó salir a trabajar.
Empezó a trabajar como maestra en 1964, porque la madrina de uno de mis hermanos era la Secretaria de Educación de Montería. Comenzó como maestra en un corregimiento llamado Tijereta, después nos fuimos a otro llamado La Lucha, y así pasamos por Buenos Aires, Tusa, Pueblo Bujo, Dos bocas. Sus últimas escuelas fueron las de Los pantanos y El Horizonte. Después de que se jubiló se vino a vivir a Cartagena. Aquí se enfermó y finalmente murió de Cáncer.
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De todos los hijos de mami, yo soy la única maestra. Si algo me motivó a ser maestra fue el reconocimiento que las personas le hacían a mi mamá en todos los lugares en los que trabajaba.
Yo estuve con ella y con Alma en Tijereta y la lucha, y cuando fui a hacer tercero me vine a Montería. Ella y mi hermana se fueron a Dos Bocas. Mi madre fue papá y mamá para sacarnos a nosotros adelante.
Mira, yo me acuerdo mucho de que mi mamá era muy apreciada y la respetaban. Ella hacía las veces del cura, la monja, la rezandera, la psicóloga… El corregidor la buscaba para que le ayudara a redactar una carta. No había celebración importante en la que la maestra no podía faltar.
Además, como mi mamá también era modista, en sus ratos libres les hacía vestidos a las niñas del pueblo. Muchas personas la buscaban para que ayudara cuando un niño o niña se enfermaba o le pasaba algo. No como hoy que no se valora al maestro, en aquellos años se le valoraba.
Ella era incansable. Cuando yo me hice maestra fui a hacerle un remplazo en la escuela de El Horizonte, y me apreciaban a mí igual que a ella. Esa imagen, ese retrato quedó en mí, y es triste ver como lo tratan a uno ahora, sin ningún respeto.
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¡Ay niña! Mire, yo también soy hija de mami. Bueno yo le digo mami porque sé que ella es mi mamá y a pesar de todo la quiero. Desconozco cómo fueron las circunstancias por las cuales vine al mundo, yo llevo el apellido del esposo de mi mamá, aunque nací cuatro años después de que él falleciera en ese accidente de tránsito.
Vea usted que mi mamá no quería tenerme, pero no fue posible que se deshiciera de mí antes de nacer. Mi mamá me ocultó desde que nací, ella me regaló a mi abuelita materna. Y fue ella la que me crio, y la que me dio el amor de madre que mami nunca me dio.
Yo siempre estuve oculta ante la sociedad, nunca fui a una escuela en la que ella enseñaba, nunca me enseñó ni a leer ni a escribir, no como a mis otros hermanos.
Ellos si la tuvieron como mamá y como maestra. Por eso yo no le puedo contar a usted nada de ella como maestra.
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Mi maestra era como una luna, yo solo tuve la oportunidad de conocer su cara iluminada. Ella fue una de tantas maestras, que se perdieron entre los caminos polvorientos de los años sesenta en las veredas apartadas de nuestro país. Al final, su gran mérito fue hacer que la escuela fuera para nosotros la promesa de un mundo mejor.
Fui una hija rechazada nunca tuve amor de madre, a mi padre nunca lo conocí y a la edad que tengo todavía sufro eso y siento que fui un error de mis padres
La nostalgia de la infancia, es la fuerza para emprender acciones que dignifiquen el presente. Todo es historia, eso somos la historia en la memoria de los que nos recuerdan.