Ramiro Guzmán Arteaga
Pepe. El gran Pepe Mujica. El eterno poeta, guerrero y pacifista de la vida. Un hombre sin odios en su corazón, pero con principios tan firmes como sus raíces en la tierra uruguaya. Un ejemplo digno para la humanidad, que nunca cedió a la voracidad del capitalismo salvaje, ese que enseña a consumir sin medida, a vaciar la vida en el frenesí de lo superfluo. En lo insustancial.
Pasó doce años encerrado en una mazmorra, sin ver el sol ni abrazar a su gente. Doce años de soledad y silencio que no doblegaron su espíritu, porque nunca dejó que le arrancaran sus convicciones. Y cuando el tiempo se volvió a su favor, salió a la luz para ser presidente de Uruguay, sin rencores ni cadenas.
Era un hombre de palabra exacta, sin adornos, como cuando, tras un partido robado a su selección, un periodista le preguntó:—Señor presidente, ¿qué le pareció el arbitraje?Y sin vacilar, con esa honestidad que no se mide en diplomacia, respondió:—Ese árbitro es un hijueputa.El periodista, perplejo, se atrevió a replicar y cuestionar:—¿Puedo publicar eso?Y con la misma firmeza, Mujica devolvió la pelota:—¿Acaso no lo dije?
No temía a la muerte. Sabía, como muchos de nosotros, que el miedo a morir es una patraña, una construcción que se alimenta de creencias que nunca compartió. Era ateo, como yo y como tantos otros que encontramos en la tierra y en la humanidad nuestra única fe.
Hoy, algunos medios de la derecha extrema se apresuran a rendirle homenajes hipócritas, como si nunca le hubieran dado la espalda, como si no lo hubieran acusado de ser demasiado libre, demasiado auténtico para sus gustos.
Hasta siempre, Pepe. Amigo del pueblo, poeta de lo justo.